LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
15 DE AGOSTO
EVANGELIO
El Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
enaltece a los humildes.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas. 1, 39-56.
En aquellos
días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una
ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en
cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e
Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo:
"Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y de dónde a
mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la vos
de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!
Y dijo
María:
"Engrandece
mi alma al Señor
y mi
espíritu se alegra en Dios mi salvador
porque ha
puesto los ojos en la humildad de su esclava,
por eso
desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha
hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre
y su
misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen.
Desplegó la
fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.
A los
hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada.
Acogió a
Israel, su siervo,
acordándose
de la misericordia
-como lo
había anunciado a nuestros padres- en favor de Abraham y de su linaje por los
siglos."
María
permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.
Comentario de la Asunción por el Padre Raniero
Cantalamessa
Se alegra mi
espíritu en Dios
El 15 de
agosto la Iglesia celebra
la glorificación en cuerpo y alma al cielo de la
Virgen. Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición
acogida también por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida
dogmáticamente), María entró en la gloria no sólo con su espíritu, sino
íntegramente con toda su persona, como primicia –detrás de Cristo- de la
resurrección futura.
La «Lumen
gentium» del Concilio Vaticano II dice: «La Madre de Jesús, de la misma manera
que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de
la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro, así en esta tierra, hasta que
llegue el día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante
como signo de esperanza y de consuelo».
El pasaje
del Evangelio elegido para esta fiesta es el episodio de la Visitación de María
a Santa Isabel, que se cierra con el sublime canto del Magnificat. El
Magnificat puede definirse como un nuevo modo de contemplar a Dios y un nuevo
modo de contemplar el mundo y la historia. Dios es visto como Señor,
omnipotente, santo, y al mismo tiempo como «mi Salvador»; como excelso,
trascendente, y al mismo tiempo como lleno de premura y de amor por sus
criaturas. Del mundo se pone en evidencia la triste división en poderosos y
humildes, ricos y pobres, saciados y hambrientos, pero se anuncia también el
derrocamiento que Dios ha decidido obrar en Cristo entre estas categorías: «Ha
derribado a los poderosos...». El cántico de María es una especie de preludio
al Evangelio. Como en el preludio de ciertas obras líricas, en él se apuntan
los motivos y las arias importantes cuyo destino es su desarrollo, después, en
el curso de la ópera. Las bienaventuranzas evangélicas se contienen ahí como en
un germen y en un primer esbozo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados
los que tienen hambre...».
En el
Magnificat María nos habla también de sí, de su glorificación ante todas las
generaciones futuras: «Ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva. Por eso
desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada. Porque el
Poderoso ha hecho obras grandes en mí». De esta glorificación de María nosotros
mismos somos testigos «oculares». ¿Qué criatura humana ha sido más amada e
invocada, en la alegría, en el dolor y en el llanto, qué nombre ha aflorado con
más frecuencia que el suyo en labios de los hombres? ¿Y esto no es gloria? ¿A
qué criatura, después de Cristo, han elevado los hombres más oraciones, más
himnos, más catedrales? ¿Qué rostro, más que el suyo, han buscado reproducir en
el arte? «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada», dijo de sí María
en el Magnificat (o mejor, había dicho de ella el Espíritu Santo); y ahí están
veinte siglos para demostrar que no se ha equivocado.
¿Qué parte
tenemos nosotros en el corazón y en los pensamientos de María? ¿Tal vez nos ha
olvidado en su gloria? Como Ester, introducida en el palacio del rey, ella no
se ha olvidado de su pueblo amenazado, sino que intercede por él. «Siento que
mi misión está a punto de empezar: mi misión de hacer amar al Señor como yo le
amo, y dar a las almas mi caminito. Si Dios misericordioso escucha mis deseos,
mi paraíso transcurrirá en la tierra hasta el fin del mundo. Sí; quiero pasar
mi cielo haciendo el bien en la tierra». Con estas palabras Teresa del Niño
Jesús descubrió e hizo suya, sin saberlo, la vocación de María. Ella pasa su
cielo haciendo el bien en la tierra, y nosotros somos testigos de ello.
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