«El día lo dedicaba al prójimo, pero la noche la daba a Dios», decían los primeros dominicos. El Papa destaca su don de contemplar y de alabar.
Queridos
hermanos y hermanas,
Hoy la
Iglesia celebra la memoria de santo Domingo de Guzmán, Sacerdote y Fundador de
la Orden de los Predicadores, llamados Dominicos. En una precedente Catequesis,
ilustré esta insigne figura y la fundamental contribución que ha aportado a la
renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quisiera sacar a la luz un aspecto
esencial de su espiritualidad: su vida de oración.
El Santo Padre ayer miércoles en Catelgandolfo |
Santo
Domingo fue un hombre de oración. Enamorado de Dios no tuvo otra aspiración que
la salvación de las almas, en particular aquellas caídas en las redes de la
herejía de su tiempo; imitador de Cristo, encarnó radicalmente los tres
consejos evangélicos uniendo a la proclamación de la Palabra el testimonio de
una vida pobre. Bajo la guía del Espíritu Santo, avanzó en el camino de la perfección
cristiana. En cada momento, la oración fue la fuerza que renovó e hizo siempre
más fecundas sus obras apostólicas.
El Beato
Jordán de Sajonia muerto en el año 1237, su sucesor en la guía de la Orden,
escribe así: «Durante el día, ninguno más que él se mostraba sociable...
Viceversa de noche, nadie era más asiduo en el velar en oración. El día lo
dedicaba al prójimo, pero la noche la daba a Dios». En Santo Domingo podemos
ver un ejemplo de integración armoniosa entre contemplación de los misterios divinos
y actividad apostólica. Según los testimonios de las personas a él más
cercanas, «él hablaba siempre con Dios o de Dios».
Tal
observación indica su comunión profunda con el Señor y al mismo tiempo, el
constante compromiso en conducir a los demás a esta comunión con Dios. No ha
dejado escritos sobre la oración pero la tradición dominica ha recogido y
mandado a otras generaciones su experiencia viva en una obra titulada: Las
nuevas maneras de orar de Santo Domingo. Este libro fue compuesto entre el año
1260 y el 1288 por un Fraile dominico, nos ayuda a aprender
a comprender algo de la vida interior del Santo, nos ayuda en todas las diferencias, también a nosotros, a aprender algo sobre el modo de orar.
a comprender algo de la vida interior del Santo, nos ayuda en todas las diferencias, también a nosotros, a aprender algo sobre el modo de orar.
Para él son
por tanto nueve los modos de rezar, y
cada uno de ellos lo realizaba siempre
delante de Jesús Crucificado, y expresa una postura corporal y espiritual que,
íntimamente compenetradas, favorecen el recogimiento contemplativo y el fervor.
Los primeros siete modos siguen una línea ascendente, como los pasos de un
camino, hacia la comunión con Dios Trinidad: Santo Domingo ora de pie inclinado
para expresar la humildad; tendido en el suelo para pedir perdón por sus
pecados; de rodillas haciendo penitencia para participar en los sufrimientos
del Señor; con los brazos abiertos mirando el crucifijo para contemplar el Amor
Supremo; con la mirada al cielo, sintiéndose atraído hacia el mundo de Dios.
Los dos
últimos modos de rezar, en cambio, sobre los que me gustaría brevemente
detenerme, corresponden a dos prácticas de piedad vividas habitualmente por el
Santo. En primer lugar la meditación personal, donde la oración adquiere una dimensión
aún más íntima, ferviente y serena. Al final de la recitación de la Liturgia de
las Horas, y después de la celebración de la Misa, Santo Domingo prolongaba la
conversación con Dios, sin establecer un límite de tiempo. Sentado
tranquilamente, se recogía en sí mismo en una actitud de escucha, leyendo un
libro o mirando al Crucifijo. Vivía tan intensamente estos momentos de relación
con Dios que exteriormente se podían apreciar sus reacción de alegría o de
llanto.
Los testigos
dicen que, a veces, entraba en una especie de éxtasis, con el rostro
transfigurado, pero poco después emprendía con humildad de nuevo sus
actividades diarias, recargado por la fuerza que viene de lo Alto. Luego
practicaba la oración durante el viaje entre un convento y otro; rezaba las
laudes, la Hora Media, las Vísperas con los compañeros, y, cruzando los valles
y las colinas, contemplaba la belleza de la creación. Entonces brotaba de su
corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios por tantos dones,
especialmente por la más grande de las maravillas: la redención obrada por
Cristo.
Queridos
amigos, santo Domingo nos recuerda que en el origen del testimonio de fe -que
todo cristiano debe dar en familia, en el trabajo, en el compromiso social, e
incluso en los momentos de distensión-, está la oración; sólo una relación real
con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente todos los acontecimientos,
especialmente los más dolorosos.
Este Santo
nos recuerda también la importancia de la actitud externa mientras rezamos. Estar
de rodillas, de pie delante del Señor, fijar nuestra mirada en el Crucifijo,
detenernos y recogernos en silencio, no es una cosa secundaria, sino que nos
ayuda a ponernos interiormente con toda nuestra persona, en relación con Dios.
Quisiera
llamar la atención una vez más sobre la necesidad para nuestra vida espiritual,
de encontrar momentos cada día para orar con tranquilidad; será también una
manera de ayudar a los que nos rodean para entrar en el círculo luminoso de la
presencia de Dios, que trae la paz y el amor que todos necesitamos.
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