No se trata de un simple llamamiento
moral, ni de un mandato que llega al hombre desde fuera. La inclinación a
dar está radicada en lo más hondo del corazón humano: toda persona
siente el deseo de ponerse en contacto con los otros, y se realiza
plenamente cuando se da libremente a los demás.
Nuestra época está influenciada,
lamentablemente, por una mentalidad particularmente sensible a las
tentaciones del egoísmo. Tanto en el ámbito social, como en el de los
medios de comunicación, la persona está a menudo acosada por mensajes
que exaltan la cultura de lo efímero y lo hedonístico. Se incentiva cada
vez más el deseo de acumular bienes. Sin duda, es natural y justo que
cada uno, a través del empleo de sus cualidades personales y del propio
trabajo, se esfuerce por conseguir aquello que necesita para vivir, pero
el afán desmedido de posesión impide a la criatura humana abrirse al
Creador y a sus semejantes. La explotación del hombre, la indiferencia
por el sufrimiento ajeno, la violación de las normas morales, son sólo
algunos de los frutos del
ansia de lucro.
Frente al triste espectáculo de la
pobreza permanente que afecta a gran parte de la población mundial,
¿cómo no reconocer que la búsqueda de ganancias a toda costa y la falta
de una activa y responsable atención al bien común llevan a concentrar
en manos de unos pocos gran cantidad de recursos, mientras que el resto
de la humanidad sufre la miseria y el abandono? …es necesario buscar…la
mejoría de las condiciones de vida de todos. Sólo sobre este fundamento
se podrá construir un orden internacional realmente marcado por la
justicia y solidaridad, como es deseo de todos.
El esfuerzo del cristiano por promover la
justicia, su compromiso de defender a los más débiles, su acción
humanitaria para procurar el pan a quién carece de él, por curar a los
enfermos y prestar ayuda en las diversas emergencias y necesidades, se
alimenta del particular e inagotable tesoro de amor que es la entrega
total de Jesús al Padre…
San Agustín observa que sólo Dios, el
Sumo Bien, es capaz de vencer las miserias del mundo. Por tanto, de la
misericordia y el amor al prójimo debe brotar una relación viva con Dios
y hacer constante referencia a Él, ya que nuestra alegría reside en
estar cerca de Cristo (El Hijo de Dios nos ha amado primero, “siendo
nosotros todavía pecadores”, (Romanos 5, 8), sin pretender nada, sin
imponernos ninguna condición a priori.
Frente a esta constatación, ¿cómo no ver
en la Cuaresma la ocasión propicia para hacer opciones decididas de
altruismo y generosidad? Como medios para combatir el desmedido apego al
dinero, este tiempo propone la práctica eficaz del ayuno y la limosna.
Privarse no sólo de lo superfluo, sino también de algo más, para
distribuirlo a quien vive en necesidad, contribuye a la negación de sí
mismo, sin la cual no hay auténtica praxis de vida cristiana.
Nutriéndose con una oración incesante, el bautizado demuestra, además,
la prioridad efectiva que Dios tiene en la propia vida.
El hombre de hoy, a menudo insatisfecho
por una existencia vacía y fugaz, y en búsqueda de la alegría y el amor
auténticos, Cristo le propone su propio ejemplo, invitándolo a seguirlo.
Pide a quién le escucha que desgaste su vida por los hermanos…
Juan Pablo II. Mensaje para la Cuaresma 2003.
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