Para nuestro disfrute y utilidad pongo este texto sobre la vida interior publicado por Marie Madeleine Davy en: Questión de… nº116: Marie-Madeleine Davy, Les Chemins de la profondeur. Revue trimestrielle – Albin Michel, B.P. 21 – 84220 Gordes (Francia)...
Todo arte se aprende, todo oficio se enseña. Existe un arte
de vivir como existe un arte de amar, y por lo mismo un arte de la vida
interior. Este arte tiene sus guías. Entre ellos el más precioso se encuentra
en el interior de uno mismo. Poco importa el nombre que se le de. Se puede, con
Agustín, llamarlo el «Maestro interior». Pero debe de ser descubierto. Los
otros maestros no tendrán otra función más que la de favorecer este encuentro
de uno mismo con el Si-mismo supremo, el elemento más vivo del ser.
El arte de la vida interior es sutil. Va desde el
conocimiento de uno mismo hasta la iluminación pasando por la ascesis, la
concentración, la meditación y la oración. Comporta el aprendizaje de la
pobreza interior, del perfecto renunciamiento. Desemboca en el vacío. En el
fondo del fondo de la dimensión interior se encuentra un lugar que la mayoría
de los hombres no visitan. Se puede nacer, vivir mucho tiempo y morir
ignorándolo. Se puede creer tocarlo pero él retrocede a medida que uno se le
aproxima, porque él siempre es algo a conquistar, salvo para los perfectos de
los cuales él es el lugar esencial. Es el centro de la rueda que permita a esta
moverse. Este vacío se llama así porque no sabríamos darle un nombre.
EL REINO ESTA DENTRO DE VOSOTROS
«Buscar primero el reino de Dios». A esta frase de san Mateo
(6, 33) sigue esta de san Lucas (17,21): «El reino de Dios está dentro de
vosotros». Así, el cristiano está informado de que debe buscar antes que nada
el reino y que este se encuentra en él. Estos dos textos engloban la vida
cristiana. Es a partir de ellos que la aventura cristiana comienza y se
despliega.
Respondiendo a esta invitación, el hombre de
buena voluntad
se pregunta: ¿dónde situar este «dentro»? ¿cómo alcanzarlo? ¿cuál es la vía más
corta para descubrir este reino? Que el hombre se extienda en preguntas
múltiples y ociosas y helo aquí perdido. Lo importante es ponerse manos a la
obra y buscarlo. Antes que nada el buscador descubre su amplitud, la siente
confusamente sin poder llegar a circunscribirla. Una tal visión es justa, ya
que la interioridad está privada de límites. Que él ceda al vértigo nacido de
la consciencia de esta «vastedad» y se encontrará dando vueltas alrededor de si
mismo sin poder llegar a penetrar al interior de su inmensidad. «La belleza de
la hija del rey está dentro» le enseña el salmista (Sal. 45,14). El reino es
belleza, y el buscador, quedando enamorado de esta belleza que él ignora
todavía, pero que se sitúa en él, va a coger el camino del amor. Es la vía más
corta, y su amor podrá transformarse poco a poco en conocimiento.
Pero antes que nada el hombre experimenta su ignorancia que
es trágica y desesperada: él constata que no se conoce. No posee en efecto
ninguna experiencia de su propia realidad. Antes de emprender su viaje al
interior, le es importante saber quien es él.
EL CONOCIMIENTO DE SI
El conocimiento de si es comparable a una apertura, en el
sentido musical del término: es por eso que ese conocimiento penetra a
cualquier otro.
Según Platon (Apol., 1,28), «No vive verdaderamente quien no
se interroga sobre si mismo». El cristianismo, heredero en sus primeros siglos
de la filosofía griega, da una extrema importancia al conocimiento de si. Es
por eso que se verá en particular a los Padres griegos recomendar la reflexión
sobre uno mismo, sobre su origen y su destino. De ahí el termino «socratismo
cristiano» propuesto por Etienne Gilso.
Conocerse, es descubrir en si la imagen divina en el sentido
del texto del Génesis: «Dios creo al hombre a su imagen y semejanza». Esta
imagen es comparada a un germen divino, infinitamente pequeño y frágil. Esta
semilla es equivalente a un grano de mostaza o de arroz. Su función es la de
crecer y dar su fruto, como un grano de trigo echado a un surco y que debe
crecer y portar una espiga.
La vida interior tiene como función despertar esta simiente
a la manera de una hembra cubriendo su huevo. Toda criatura es «mujer», la
simiente es divina, conviene calentarla para hacerla eclosionar: tal será la
obra de la vida interior. Lo importante nunca perder el contacto con la fuente
de su ser, hacerla crecer como un agua viva con el fin de beber en ella. Esta
simiente divina es llamada «reino», «perla», «tesoro». Ella se encuentra en el
fondo del fondo del ser: es por eso que un ahondamiento es necesario.
LA EXPLORACION INTERIOR
La interioridad se descubre como una Tierra prometida,
conviene ir a su encuentro. Por otra parte, ella misma se acerca y se dirige
hacia el que la busca, ofreciéndose a su mirada. En el itinerario interior, no
hay punto de referencia. Creer descubrirlo sería ilusorio. No existe ningún
agarradero ni sensible, ni mental, ni voluntario. Nada: dice Juan de la Cruz.
La vida interior es más un desprendimiento que una adquisición. La fuente está
obstruida, conviene desatascarla.
El viaje interior, un viaje de solitario
En un tal caminar, se avanza a mar abierto: un mar sin
orillas que el ojo pueda distinguir. No hay huellas tras de si, no hay camino
trazado por delante. Ningún puerto tranquilo para refugiarse, tampoco ancla
para fijarse, las amarras se han roto. Se puede sentir el miedo del naufragio.
Hay que superarlo, porque toda inquietud te vuelve esclavo. Solamente la
libertad, la independencia, la confianza en la gracia provocan la
transparencia: la opacidad desaparece y el agua se hace poco a poco
translúcida. La descripción de los senderos recorridos por los demás anima. Uno
se encuentra con que tiene compañeros de viaje, y poco importa la época en la
cual han vivido. De todas maneras, ser retenido por ellos y por su experiencia
impediría el seguir su propio camino. El viaje interior es aquel de un
navegante solitario. Este se ha entrenado antes de comenzar su periplo
aventurero; posee en su barco las rutas de navegación. Pero le es necesario
hacer frente a situaciones imprevistas y prevenirse contra los peligros por un
simple sentido común y una clara intuición.
Diversos caminos, un solo objetivo
Es así para aquel que emprende el viaje del interior. Puede
consultar especialistas, proveerse de libros relatando las exploraciones
análogas a la suya, pero deberá efectuar él solo su propia investigación
interior; esta soledad puede pesarle como un fardo. En realidad, es ella el
precio de su libertad y de su fidelidad a su vocación personal. En el
descubrimiento de la vida interior, se presentan tantas vías diferentes como
individuos. No obstante, los caminos diversos conducen a un objetivo idéntico.
El hombre es una masa compacta, le hace falta levadura. A falta de descubrir en
uno mismo esta levadura, tiene él tendencia a buscarla fuera. Es ese un error
pernicioso, que le hace perder tiempo, energías y le distrae de lo esencial.
Volver a uno mismo, es decir vivir dentro, habitar consigo mismo, tal es el
secreto comunicado por los hombres de luz.
En la vida interior, el hombre no está nunca abandonado.
Físicamente, puede sucumbir a la fatiga y al hambre, a la soledad, encontrar
transeúntes que le miran y que sin embargo no le ayudan. En el interior, es
suficiente con que clame su miseria, su desnudamiento, con que pida ayuda, con
que ore: las ayudas le son enviadas en seguida. El beneficiario ignora de donde
provienen, pero están allí y le salvan no de las pruebas, sino de las trampas y
de los peligros. Es por eso que el hombre exterior puede atesorar por prudencia
humana, el hombre interior recibe cotidianamente su ración de luz, y ese es su
«pan de cada día».
Uno puede preguntarse como se pone en camino el hombre hacia
su interioridad. Esta búsqueda responde a una nostalgia de belleza, de
terminación, de inmortalidad, y también a un amor del cual experimenta su
realidad desde el momento en que se recoge en su espacio ilimitado, privado de
toda frontera, más vasto que el universo. El buscador, que, semejante a un
nuevo Cristóbal Colon, se aventura en la vida interior, visita un continente
del que no podrá nunca volver. Los descubrimientos se suceden, y él va de
asombro en asombro, de maravillamiento en maravillamiento. Ciertamente,
encuentra obstáculos, pruebas que son otros tantos exámenes de paso que hay que
aprobar necesariamente, o volver a comenzar. En la vida interior, el viajero no
salta de estación, por lo mismo que la naturaleza es fiel a un ritmo
estacional. Para marchar rápido, le es necesario abandonar sus equipajes,
deslastrarse, llegar a una total desnudez, mantenerse libre con el fin de
favorecer su empresa. De ahí la necesidad de la ascesis.
LA ASCESIS: PRELUDIO A TODA VIDA INTERIOR
Toda búsqueda concerniente a la vida interior comienza y
prosigue por la ascesis. Sin ascesis, el hombre interior está condenado a la
inautenticidad. No es la ascesis un objetivo, sino un medio. Contentarse con
una ascesis exterior concerniente solamente al cuerpo es insuficiente. ¿Para
que bueno privarse de alimentos si el corazón no ayuna, si los pensamientos se
multiplican en su movilidad disipando el espíritu? La ascesis tiende a cortar
las raíces del narcisismo, o mejor todavía a desenraizarlo perpetuamente ya que
–como la hidra de siete cabezas– cuando una se corta, otra crece. Los yoes son
numerosos: cuando uno de ellos parece muerto, otro surge. Para el hombre
moderno, la ascesis exige también una constante puesta en duda. No se trata de
alimentar dudas e inquietudes, sino de poner signos de interrogación que no
encuentran respuesta más que en la profundización. La ascesis es un perpetuo
desapego que necesita una disciplina en la manera de vivir, de nutrirse, de
dormir y también de divertirse, de trabajar, de leer, de pensar y de
comportarse con los demás. La ascesis del intelecto permite no confundir lo
esencial con lo accesorio, no dispersarse en parloteo en aquello que no solo
escapa a la razón sino también a la inteligencia. Así, la ascesis continua
tiene como resultado un perfecto dominio.
Para el cristiano, se acompaña de una oración constante.
Esta es una perpetua liturgia en el interior. Esta liturgia hace uso de palabras;
en su cumbre se vuelve silenciosa. Es disposición a recibir la «gracia» sin la
cual ningún paso en la vida interior podría efectuarse. La oración no es
solamente llamada, es también alabanza, gratitud, confianza y abandono. La
oración se dirige a una Presencia a la que se llama comúnmente Dios.
La educación del cuerpo
El cuerpo se educa. Aquí se requiere la comprensión más que
la violencia como tal. Al comienzo, el esfuerzo puede experimentarse en su
dureza. En la medida en la que la espontaneidad se vuelve un estado, la
conducta prosigue sin tensión. Para el hombre interior, la educación del cuerpo
no cesa de perseguirse. Abandonarlo por el hecho de su pesadez y de sus
exigencias sería exponerse a encontrarlo, un día u otro, como un obstáculo. Aislándolo
y menospreciándolo, el hombre se divide y, dividiéndose, se pierde. Los
ejercicios de relajación y de respiración, la presencia atenta a los órganos
para animarlos en su buen funcionamiento, aseguran su vitalidad. Tener
confianza en el cuerpo es una buena actitud –sin apegarse desmesuradamente a
él. El cuerpo está «de paso», hay que tratarlo bien sin por otra parte ser su
esclavo. No se cambia de cuerpo como se cambia de montura. La cuerda de un arco
tiene que ser tensada para vibrar, pero sin llegar a una tensión que la
rompería.
El hombre parece reducirse al cuerpo para la mayoría de los
individuos, y la actividad del sexo ya no es solamente placer, sino valor
comercial expuesto en el teatro y en el cine. La vida interior respeta el
cuerpo; no obstante, durante mucho tiempo ha tenido tendencia a despreciarlo.
Este se venga actualmente de haber sido el mal-querido volviéndose ahora el
único-querido. La ascesis da al cuerpo su lugar a la vez que le enseña a
mantenerse al servicio del espíritu.
La agonía del yo
A causa de un calentamiento progresivo producido por la
ascesis, la oración, la meditación, la calma del cuerpo, del intelecto y del
corazón, el ego comienza a fundirse, después se derrite. El sujeto ya no está
preocupado por si mismo; helo aquí privado de proyectos y de deseos. Atraviesa
así «la noche» descrita por Juan de la Cruz. Nada le atrae y todo le parece
insípido. La necesidad de asistir a la agonía de su yo puede parecer dolorosa;
sin embargo los autores espirituales recomiendan no vacilar durante esta
muerte. Esta agonía es esta muerte conducen a la pobreza, al desapego y sobre
todo al abandono de la voluntad propia. Cuando el hombre abandona su yo, o más
bien sus yoes, la alegría surge.
EL NECESARIO MAESTRO ESPIRITUAL
¿El hombre que inicia una investigación interior tiene
necesidad de guía? Antaño, en los Padres del Desierto y también en las escuelas
iniciáticas orientales, el discípulo vivía cerca de su maestro. La existencia
en común era preferible para que la enseñanza fuera justamente adaptada a la
capacidad de aquel que la recibía. Ver vivir, observar el comportamiento del
alumno rompe las ilusiones que se podrían tener al respecto. El discípulo se
conoce mal y lo que él expresa es raramente adecuado; se confunde sobre si
mismo por falta de discernimiento y también de lealtad. Solo un sujeto ya
formado es capaz de revelar lo esencial a aquel que le conduce. En razón de las
reacciones más o menos previsibles del sujeto, el maestro espiritual correría
el riesgo de perturbar a su discípulo e incluso perturbarlo profundamente
guiándole sin verle de vez en cuando. Ciertamente, un buen maestro puede seguir
a distancia a su alumno, pero tales casos son poco frecuentes, ya que raros son
los verdaderos maestros y raros los buenos discípulos.
En nuestra época, al menos en Occidente, la raza de los
directores espirituales se rarifica mientras que los seudo-maestros se
multiplican. Mas vale estar solo que guiado por alguien que conduce a
callejones sin salida o esteriliza la vocación interior. No obstante, al
comienzo y durante el recorrido, sería preferible ser iniciado a la vida
interior, si no tenemos el riesgo de tomar falsos caminos, de vivir en la
ilusión y en una falta total de lucidez. El encuentro con un ser de luz es a veces
el estímulo necesario para provocar el viaje de la interioridad. Cuando un
discípulo ha penetrado realmente en su dimensión de profundidad, incluso en su
ausencia, el maestro espiritual se le hace presente.
La elección de las lecturas
A falta de maestro, el discípulo recurrirá a los autores
expertos en la investigación interior. El peligro, aquí, es de dispersarse y
leer inútilmente. Sería suficiente con mantenerse firmemente en un solo guía
sin picotear al azar. Si, por ejemplo, un buscador tomara las obras de Maestro
Eckhart para ayudarse en su vida interior, podría cómodamente consagrar varios
años de su vida a la meditación de sus obras, pero no estaría sin embargo
cerrado a la lectura de los Padres de la Iglesia, en particular de los
Capadocios (Basilio, Gregorio de Niza y Gregorio Nacianceno), de los Padres del
Desierto, de los autores cartujos, cistercienses de la Edad Media y también de
la escuela renana. Es preferible leer directamente los textos o a través de
traducciones mejor que recurrir a sus comentadores. La vida interior no tiene
fecha, poco importa si los autores son antiguos y se expresan en el estilo de
su época. Además, el verdadero lenguaje espiritual nunca es mermado por el
tiempo.
La Biblia
Para un cristiano, la mejor enseñanza se encuentra en la
Biblia. Es a través del Antiguo y el Nuevo Testamento como el sujeto es
conducido a su interioridad. La lectura asidua del Génesis, de los Salmos, de
los Profetas, de la Sabiduría, del Eclesiastés y de los Proverbios será
particularmente mantenida junto a los libros del Nuevo Testamento. No se trata
solamente de leer, sino de profundizar, de «rumiar», y la Palabra divina se
volverá actuante en el alma, el corazón y el espíritu.
En las escuelas monásticas (benedictinas, cartujas, cistercienses),
la primacía es dada siempre a la Biblia tanto en el oficio como en la lectio
divina. Hoy en día, los benedictinos y los cistercienses abren gustosamente sus
abadías a las personas de fuera, favoreciendo así los retiros silenciosos.
Algunos podrán encontrar allí asilos de paz y de enriquecimiento. Sin embargo,
vivir en el mundo o residir de por vida en una comunidad religiosa presenta
objetivos muy diferentes. Incluso en los claustros, teniendo los monjes
carencia de formadores, los verdaderamente contemplativos son excepcionales.
Además no sería justo que personas del exterior vinieran a perturban la vida de
silencio de hombres o de mujeres que han elegido el claustro para mejor
dedicarse a «lo único necesario»: el encuentro y la unión con la Deidad. Una
enfermedad del alma puede conllevar transferencias y mantener el dirigido y al
director en un sicologísmo de mala ley, puesto que no es liberador. Y esto
tanto más cuanto que los monasterios –al margen de las cartujas cerradas a toda
exterioridad– se encuentra ellos mismos en búsqueda desde el último concilio y
están por ello en pleno período de mutación. Existen no obstante fundaciones
nuevas de espíritu contemplativo y sin embargo abiertas y acogedoras,
permitiendo así a aquellos que lo desean aprender a orar y penetrar en su
dimensión de profundidad.
El silencio interior
Lo más importante en el orden de la vida interior es que el
buscador de su interioridad se mantenga a la escucha del interior de si mismo y
tome, en la medida que pueda, momentos de silencio, de recogimiento y de
retiro. Según la intensidad de su escucha, será conducido, guiado, formado, a
condición de mantenerse en perpetuo estado de vigilia, con una vigilancia tanto
más intensa en cuanto que no habrá nadie fuera para observarle, reprenderle o
animarle.
Actualmente, el cristiano se entrega gustoso al yoga y al
zen. Son estos métodos preciosos capaces de favorecer su investigación interior
a condición de que él no abandone sin embargo su opción cristiana, si de todas
maneras le conviene mantenerse en ella. La mayoría de los cristianos ignoran la
verdadera tradición cristiana y piensan que no existen métodos en el interior
del cristianismo para abordar y profundizar la vida interior. Sin embargo, hay
una vía observada, sobre todo en los monasterios ortodoxos, que hoy en día ha
hecho entrada en la mayoría de los conventos cristianos; es practicada no
solamente por los monjes sino por aquellos que viven fuera de los claustros: se
trata del hesicasmo.
El hesicasmo es un método de interiorización que conduce a
un perfeccionamiento que desemboca en la deificación. El hesicasmo reposa en la
práctica de la hesyquia. Este termino, que significa reposo, tranquilidad,
quietud, no pertenece únicamente al lenguaje religioso; se conoce su empleo en
el griego profano. La adquisición de la calma y de esta tranquilidad concierne
al cuerpo (ayuno, vigilia, trabajo) después a la psyche (el alma) y finalmente
al espíritu por el despertar de sus energías latentes. La importancia se da a
los pensamientos que pueden empañar el corazón y perturbarlo. El hesicasmo
rechaza los discursos interiores, las interrogaciones inútiles, los falsos
problemas que dispersan de la actividad del intelecto. Aún más, rechaza todas
las ideas sobre Dios que corren el riesgo de abrir una distancia entre el
sujeto y la divinidad reduciendo esta a un objeto exterior es decir a un ídolo.
El reposo al cual desemboca la práctica de la hesyquia no es estático sino
profundamente dinámico. Se le puede ver como una reunión de las diversas energías,
como la conquista de la perfecta unidad entre el cuerpo, el alma y el espíritu.
La oración ininterrumpida
Establecido en su corazón considerado como el centro de si
mismo (según la tradición oriental), el hesicasta se entrega a la Oración de
Jesús basada en la respiración. El la repite incansablemente como un mantra. Es
en el lugar del corazón donde se fija la presencia de Cristo. Esta oración
devenida perpetua es denominada la Oración pura, ella conviene al corazón
llegado a ser libre por la liberación de los pensamientos errantes y puro en
tanto que espejo perfectamente limpio. La célebre Oración de Jesús consiste así
en la repetición ininterrumpida de las palabras: «Señor Jesucristo, Hijo de
Dios, ten piedad de mi». Esta oración está en el centro de los textos reunidos
bajo el nombre de Filocalia.
EL FONDO SECRETO DEL ALMA
El viaje interior conduce al descubrimiento del fondo del
alma. «Hay en el alma un fondo secreto de donde» surgen el conocimiento y el
amor; ese «algo» no conoce y no ama; son las potencias del alma las que conocen
y aman (Maestro Eckhart, Tratados y Sermones). Ese fondo secreto no tiene ni
pasado ni futuro. Desde el momento en que el hombre penetra en él, se sitúa
fuera del tiempo y del espacio. Es así como el itinerario de la vida interior
desemboca en la eternidad, ahí donde no hay nada que alcanzar y nada que
añadir, nada que ganar y nada que perder. «Ese fondo secreto ha comprendido en
que reposa la beatitud» (Eckhart)
Llegar a ese fondo, tal es el la apuesta de la vida interior
y de alguna manera su secreto. Estamos así muy lejos de los aspectos dogmáticos
y morales de los que a veces se ha sobrecargado el cristianismo. La ley, por
ejemplo la que está presente en los mandamientos, se ofrece como un cuadro, por
lo tanto una exterioridad, y no concierne a la vida interior misma. Pero es
evidente que aquel que se encamina hacia el fondo de su ser ha dominado sus
pasiones y sus codicias, o, más exactamente, ellas se han desprendido de él.
El hombre interiorizado sabe que él no tiene que abandonar,
él es abandonado por las dispersiones. Cuando un niño crece, deja sus juegos, o
más bien los juegos le dejan. Más todavía, la mariposa olvida que ha sido
larva, reptando como una serpiente; vuela, y esa es su dicha resultante de su
vocación de mariposa. Así, cuando el hombre toca su fondo, se metamorfosea.
Está ahí el milagro producido por la vida interior.
EXPERIENCIA, ILUMINACION, DEIFICACION
En la medida en que la experiencia se afina, se transforma
en experiencia sutil. Al comienzo, el hombre es consciente de lo que descubre.
Mientras posee esa consciencia clara, su descubrimiento carece de profundidad.
Se puede solamente hablar de una aproximación, ya que el verdadero descubrimiento,
la captación, es transconsciente en su penetración. El místico no sabe que ora,
y tampoco sabe que conoce, de la misma manera que el sol resplandece, y
calienta e ilumina. Así, el amor es únicamente amor; nada más y nada menos.
En la experiencia sutil de la vida interior, el estado de
desconocimiento le lleva a la consciencia del conocimiento. El puro
conocimiento es de orden extático, ya que es indiferenciado; no podría
producirse al nivel de los sentidos exteriores e interiores. Es más allá donde
se produce la iluminación. Esta surge súbitamente, inesperadamente. Así, la
iluminación sobrepasa un estado personal. Ciertamente, el sujeto experimenta
una experiencia que le es propia, pero no la retiene como un «tener», puesto
que ya no tiene ningún deseo de posesión. La iluminación deviene un estado no
sometido a alternativas, ya que en su plenitud sobrepasa al sujeto que la
recibe o, más exactamente, el sujeto no intenta retenerla como un bien propio.
Esta iluminación se extiende en el cosmos de una manera difusa; ella es
luminosidad, amor pleno de ternura.
Todos aquellos que están hambrientos de interioridad pueden
de esta manera recibir una mano anónima que descubren independientemente del
lugar donde se encuentren. El tiempo y el espacio no podrían intervenir. El
hombre iluminado se mantiene en un vacío supramental que le permite asistir
como espectador al desarrollo de su propia existencia. Privado de deseos y de
proyectos, se sitúa más allá del sufrimiento, de las dispersiones y del
fraccionamiento; la muerte misma es sobrepasada, con todas las angustias que la
acompañan.
El hombre transfigurado se ha vuelto silencioso
Llega un momento en el que todos los estados sucesivos están
tras de si: ya no existe otra cosa que la transfiguración. La unidad es
beatitud indecible, pero es también perfecta simplicidad y no distinción,
porque se expresa en una perfecta libertad. Así, el hombre transfigurado no es
visible, es decir reconocible, más que por aquellos que realizan una búsqueda
idéntica.
Cuando el hombre es iluminado y transfigurado, ya no hay
para él caminos, problemas o cuestiones, ni incluso imágenes alegóricas o
simbólicas; recurre a ellas únicamente para expresarse. Todo se ha vuelto lugar
silencioso. Deificado, él deifica porque proyecta en el cosmos simientes de
metamorfosis. Así, por su vida interior, el hombre muerto y resucitado prolonga
la obra de Cristo en el universo. Ni siquiera habla de Dios, porque se ha
vuelto un vivo testimonio de la vida divina. Se nombra a un ausente, una presencia
no tiene necesidad de ser evocada: ella está ahí.
La influencia sobre el mundo exterior
Los «acontecimientos se desarrollan en la realidad del
espíritu antes de manifestarse en la realidad exterior de la historia. Todo lo
que ocurre en el mundo tiene una fuente interior espiritual». Este comentario
de Nicolas Berdiaev es significativo. Precisa la importancia de la vida
interior y de su impacto sobre el mundo. La polución que hace estragos en el
aire, en el agua y sobre la tierra, es el resultado de una polución en el
interior mismo del hombre. Una tal polución significa su agonía.
Nada estará perdido mientras existan hombres que se han
vuelto vivos gracias a la plenitud de su vida interior. Ellos hacen don de esa
plenitud al universo y lo salvan transfigurándolo.
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