En estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en
favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una
exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos,
nosotras decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y
así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de
mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte
interesada, hoy muda, de tan importante decisión. La defensa de la vida
suele basarse en todas partes en razones éticas, generalmente de moral
religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto es o no es un
ser portador de derechos y deberes desde el instante de la concepción.
Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y
en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un
proyecto de ser, con un código genético propio que con toda
probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón
no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad. De aquí se deduce
que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al
abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a
una persona hecha y derecha que impedir que un embrión consume su
desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este dilema, es
que el feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es,
parece natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil
del litigio.
Coincidiendo con la celebración de la Festividad de los Santos Inocentes
y mientras asistimos a una furibunda reacción -contra toda evidencia
científica-, en los medios autocalificados como “progresistas”, contra
el proyecto del Gobierno para la reforma de la legislación del aborto,
no puede resultar más oportuna la reproducción hoy del antológico
artículo que, bajo el título “Aborto libre y progresismo”, publicó en ABC en 1987 el escritor Miguel Delibes (1920 – 2010).La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo,
considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y
libertad, pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para
plantear el problema. El término santidad parece
incluir un componente
religioso en la cuestión, pero desde el momento en que no se legisla
únicamente para creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a
la noción de pecado. En lo concerniente a la libertad habrá que
preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y
resolver entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un
embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin
limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está
muy bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de
tercero.
Esa misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera
de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo
para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman
sus presuntas y reacias madres. Seguramente el derecho a tener un cuerpo
debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos
humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él,
pero, naturalmente, subordinándole al otro.
Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los
postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi
inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se
opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele
decirse, deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire.
Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al
débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a
este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil
era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro
frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el progresista
eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte,
cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la
carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo. El ideario
progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La
vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad
para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero
surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la
polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo
vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la
presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión. No se pensó que la
vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro,
quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era
irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían
inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el
embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente.
Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una
violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos
callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían
protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos
protegía el progresismo; nadie podía recurrir. Y ante un fenómeno
semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología.
Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa,
contra la agresión social, y precisamente en la era de los
anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que
aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia,
esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea se produce
igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano
esterilizado.
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