En Guadalupe nace espontáneamente esta pregunta: ¿De dónde vino esta
imagen de María? Algunos códices antiguos remontan el origen de esta
imagen al siglo I del cristianismo, atribuyendo su autoría a San Lucas.
Cuentan que muerto el evangelista en Acaya (Asia Menor), fue enterrada
con él esta imagen y siguió la suerte de San Lucas cuando fue trasladado
su cuerpo, a mediados del siglo IV, a Contastinopla. Desde esta ciudad
fue llevada a Roma por el cardenal Gregorio, que había residido en
Constantinopla como legado del Papa Pelagio II (582).
En el año 590 fue elegido Papa Gregorio Magno. Devoto de esta imagen
la expuso en su oratorio. Un hecho trascendente puso de manifiesto la
protección de María, por medio de esta efigie: presidía el Papa Gregorio
una solemne procesión para impetrar el favor de María sobre Roma,
afectada de fuerte epidemia. Llevada por las calles entre el clamor de
las gentes, vio el pueblo cómo cesaba la peste, mientras aparecía un
ángel sobre un castillo llamado desde entonces Sant Angelo, limpiando la
sangre de una espada, al tiempo que un coro de ángeles cantaba la
antífona: Reina del cielo, alégrate, aleluia, que obtuvo la conmovida
respuesta del pontífice: Ruega al Señor por nosotros, aleluia.
Gregorio Magno envió a San Leandro, arzobispo de Sevilla, por medio
de su hermano Isidoro, esta imagen de María, como obsequio de afectuosa
amistad. En la travesía, desde Roma a Sevilla, se calmó una fuerte
borrasca de mar, llegando incólume la imagen al puerto fluvial
hispalense, donde fue recibida por San Leandro y entronizada en la
iglesia principal, en la que fue venerada hasta el comienzo de la
invasión árabe, el año 711. Hacia 714, unos clérigos que huían de
Sevilla, alejándose del peligro sarraceno, trajeron consigo esta imagen y
algunas reliquias de santos, que escondieron en las márgenes del río
Guadalupe, cerca de la falda sur de los montes de Altamira, no muy lejos
de las Villuercas. Perdiose así durante cinco siglos el culto a esta
imagen hasta que providencialmente reapareció en la reconquista, a
finales del siglo XIII o primeros años del siglo XIV.
Un sencillo pastor, vecino de Cáceres, contando el rebaño a la hora
del encierro, advirtió que le faltaba una vaca. Marchó en su búsqueda
por bosques y robledales hasta topar con un río de pocas aguas, bastante
escondido. Después de tres jornadas, encontró la vaca muerta, pero
intacta. Quiso aprovechar la piel y, al hacer en el pecho del animal la
señal de la cruz con incisiones de cuchillo, se levantó viva la vaca. En
este momento se le apareció María al pastor, hablándole así:
“No temas, que yo soy la Madre de Dios, Salvador del linaje humano;
toma tu vaca y llévala al hato con las otras, y vete luego para tu
tierra; y dirás a los clérigos lo que has visto (y este vaquero era
natural de Cáceres) y decidles de mi parte que te envío yo allá, y que
vengan a este lugar donde ahora estás, y que caven donde estaba tu vaca
muerta debajo de estas piedras; y hallarán ende una imagen mía. Y cuando
la sacaren, diles que no la muden ni lleven de este lugar donde ahora
está, más que hagan una casilla en la que pongan. Ca tiempo vendrá que
en este lugar se haga una iglesia y una casa muy notable y pueblo asaz
grande”.
Tras estas palabras, la Virgen desapareció. El pastor vio enseguida
su vaca resucitada, paciendo debajo de un árbol, mostrando las
cicatrices de una herida. Siguiendo el mandato de la Señora, marchó a
Cáceres para avisar al clero. Cuando llegó a su casa, encontró a su
mujer llorando por un hijo que acababa de fallecer. Encomendó el pastor a
la Señora su pena y el hijo muerto volvió a la vida. Este prodigio,
difundido por la ciudad, fue suficiente para persuadir a los clérigos de
la verdad de su aparición. Así, acompañando al vaquero por sendas
abruptas, peregrinaron al lugar del milagroso suceso, donde excavaron la
roca y encontraron la imagen de María con algunos objetos y documentos
que probaban el origen de este icono glorioso. Construyeron allí una
pequeña ermita y entronizaron en ella la prodigiosa efigie. Entonces
María recibió un nuevo nombre: GUADALUPE, que significaría río
escondido, porque en sus márgenes acontecieron la aparición de Nuestra
Señora y el encuentro de su imagen.
El primero que puso nombre al pastor fue fray Diego de Écija en el
siglo XVI, llamándole Don Gil de Santa María. En el siglo XVIII, el
códice 12 de nuestro archivo, escrito hacia 1710, presenta al pastor con
el nombre de Gil Cordero, con el que ahora se le conoce.
Tomado de la web del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe
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