Una de las experiencias más
dolorosas para los hombres y mujeres es la separación física definitiva
de aquellos que amamos. Es ésta una vivencia común a todos nosotros. En
el transcurso de nuestra vida, breve o prolongada, hemos pasado por el
hecho de que un ser querido ha muerto.
Distintas expresiones, como por ejemplo:
“partió hacia la Casa del Padre Celestial”, “se nos adelantó en el
camino”, “le hemos perdido”, no atenúan la dolorosa experiencia de la
muerte. Esto es así de tal manera, que un gran santo, San Agustín,
describía este sentimiento provocado por la muerte de un amigo muy
querido y decía: “Y no podía vivir sin él… ¡con qué dolor se
entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí…y cuanto había
comunicado con él, se me volvía
sin él crudelísimo suplicio…y llegué a
odiar todas las cosas, porque no le tenían… Me había hecho a mí mismo un
gran lío y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba
tanto y no sabía qué responderme” (Confesiones, libro IV, capítulo 4).
La muerte de un ser amado nos sumerge en
una profunda tristeza, que tiñe de sinsentido todo lo que hemos
compartido con ese ser y nos trae un estado de confusión y abatimiento.
Es el primer impacto de este paso inevitable de toda vida humana, el
paso más grande (pues es definitivo, para el resto de nuestro tiempo en
el mundo) que todos hemos de dar. Un impacto que despierta nuestra
conciencia de finitud, de limitados, de impotentes…Tenemos que
permitirle a nuestra emocionalidad dar cauce y salida a lo que
experimenta, llorar la ausencia, escuchar los sentimientos que se nos
desatan, aceptar que es el fin de un modo de relacionarnos con esa
persona querida.
Se impone la necesidad de transitar el
duelo, la aceptación de la nueva realidad de la vida, donde esa persona
ya no está presente. El sufrimiento que llegó inesperadamente, con una
intensidad y sin pedir permiso, necesita ser elaborado y sanado. Y eso
lleva tiempo, paciencia, esperanza…, sobre todo, tiempo. Pero no podemos
quedarnos indefinidamente en duelo, esta fecha tan señalada no debe
regresarnos al mismo estado emocional en que vivimos la muerte de
nuestros seres queridos… El proceso de duelo debe tener un final. Un
final saludable. ¿Cómo sabemos que hacemos sanamente nuestros duelos?
En primer lugar, cuando puedes hablar de
la muerte de tu ser querido sin llorar. No estoy diciendo que sanar la
muerte de un ser querido es no hablar, sino hablar con serenidad, sin
llorar. No estoy diciendo: “no lo recuerdes, porque así no vas a
sufrir”. La sanación, el duelo, no es para olvidar, es para tener un
recuerdo positivo y saludable. Por supuesto que esto depende también del
tiempo que ha pasado desde la muerte.
Sabemos que hacemos un buen proceso de
duelo cuando vivimos con un proyecto significativo de vida. Con un
propósito, con una misión. Has hecho un buen proceso de duelo, si eres
mejor esposa o esposo, mejor hijo, mejor hermano, mejor ciudadano.
Esta Fiesta de los Fieles Difuntos no
puede ser -no es la intención de la fe- un revivir el desgarro de la
separación, sino un impulso de esperanza al reencuentro gozoso con los
amados. Es un día para sentir feliz a nuestro ser querido. El mejor
homenaje no es hacer cosas por él, ni para él o para ella, sino que él
te vea, desde el amor de Dios, feliz. El mejor homenaje es que te
sientas amado por tu ser querido. ¿Cómo se puede sentir uno amado?
Recordando los momentos compartidos, con la certeza de que ellos están
en el amor de Dios y que nos envuelve ese amor de Dios. Para tener la
seguridad de lo que nos dice san Pablo: “¡Qué victoria tan grande! La
muerte ha sido vencida. ¿Dónde está muerte tu victoria, dónde está tu
aguijón?…Demos gracias a Dios que nos da la victoria por medio de Cristo
Jesús nuestro Señor” 1 Cor 15, 54-55.57
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