Alguien
dijo que los Evangelios fueron escritos para formular una pregunta e
iluminar su respuesta. La pregunta no es otra que la siguiente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (cfr. Mt 16, 15; Mc 8, 29; Lc 9, 20). Mientras que la respuesta se sintetiza en las palabras de San Pedro: «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
(Mt 16, 16). Por su parte, la fe popular, con tanta intuición como
belleza, ha situado esta pregunta y esta respuesta, en el mismo momento
del nacimiento de Jesús:
«Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco... Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo».
Esta
fe popular expresada en los villancicos, no es sino un eco de la liturgia de Navidad, en la que se ilumina de forma maravillosa el
misterio de Jesucristo:
«Porque
en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la
gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el
que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la
nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida
temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que
estaba caído y restaurar de este modo el universo».
A lo largo de estos dos mil años, la Iglesia ha hecho frente a tres
tipos de errores cristológicos, por entender que dan una respuesta
equivocada a la pregunta sobre la identidad de Jesucristo: La primera de
las herejías cristológicas, conocida como «gnosticismo» o «docetismo»,
consistió en negar o minusvalorar la humanidad de Jesús. Jesucristo
sería Dios con apariencia humana, pero no verdadero hombre como
nosotros. La segunda de las herejías cristológicas, conocida con el
nombre de «arrianismo», negaba –más o menos explícitamente– la divinidad
de Jesucristo: Jesús sería considerado Dios solamente en un sentido
metafórico, pero no ontológico. Y, finalmente, el tercer tipo de herejía
cristológica, conocida como «nestorianismo», consiste en entender
equivocadamente la conjunción de la humanidad y la divinidad de
Jesucristo, comprendiendo a Jesús como mitad hombre y mitad dios, como
si en él hubiese dos personas: una humana y otra divina.
Una pregunta que procede hacer en este día de Navidad sería la
siguiente: ¿cuál de estos errores cristológicos es el que está más
presente en nuestros días? O dicho de otro modo, ¿qué aspecto del
misterio de Cristo es el que corre el riesgo de quedarse arrinconado,
desdibujado, cuando no negado? Sin duda alguna, en el momento presente
son más frecuentes las desviaciones ligadas al segundo y al tercero de
los errores señalados: la negación o el oscurecimiento de la divinidad
de Jesucristo (creer en Jesús como hombre, pero no como Dios); y al
mismo tiempo, la incorrecta formulación del misterio de Cristo,
refiriéndonos a la humanidad de Jesucristo sin tener en cuenta
suficientemente su singularidad. Analicemos algunos indicios de la
presencia de estos errores:
En primer lugar, es sintomático el desuso hoy en día, de los títulos
cristológicos presentes en la misma Sagrada Escritura y en la Tradición
de la Iglesia: «Cristo», «Jesucristo», «Señor», «Hijo de Dios», etc.
Corremos el riesgo de sustituir la «Cristología» por una mera
«Jesusología». Incluso, en ocasiones, escuchamos expresiones del tipo
«Jesús es un hombre que llegó a ser Dios» o «un hombre en quien Dios
habita de una forma especial», en vez de afirmar explícitamente la
divinidad del Señor: Jesucristo es Dios, es el Verbo hecho carne, es el
Hijo único del Padre, etc.
Al mismo tiempo, hoy no son infrecuentes las referencias a Jesús como
una persona humana, olvidando que en Jesús no hay dos personas (humana y
divina), sino una única persona divina. La experiencia nos dice que no
debemos prescindir de los términos «persona» y «naturaleza», utilizados
por los concilios cristológicos, so pena de desdibujar nuestra fe en
Jesús de Nazaret. Él es una de las personas divinas, la segunda persona
de la Santísima Trinidad (el Hijo), y tiene dos naturalezas: divina y
humana. Por ello, le confesamos como verdadero Dios y verdadero hombre.
Así lo proclama el Credo de la liturgia dominical de la Iglesia. Y no
está de más recordar que esta formulación de la fe en Jesucristo nos une
tanto a las iglesias protestantes como a las ortodoxas, que están
también plenamente adheridas a la fe cristológica de los concilios del
primer milenio de la Iglesia.
La conocida «ley del péndulo» tiene también su incidencia en lo que
se refiere a la percepción de la figura de Jesucristo. Si en el
preconcilio se corría el peligro opuesto de la tendencia «monofisita»,
en la que la confesión de la divinidad de Jesucristo anula en la
práctica la riqueza de la humanidad de Jesús; posteriormente hemos
pasado al riesgo contrario. Cito un párrafo de la conferencia
pronunciada en 1995 por Joseph Ratzinger en los Cursos de Verano de El
Escorial:
«Nuestro peligro actual es el de una cristología unilateral de la
separación (nestorianismo), donde la atención centrada en la humanidad
de Jesucristo va haciendo desaparecer la divinidad, la unidad de la
persona se disgrega y dominan las reconstrucciones de Jesús como mero
hombre, que reflejan más las ideas de nuestro tiempo que la verdadero
figura de nuestro Señor».
La superación de esta ley del péndulo, que responde a una falsa
dialéctica entre la humanidad y la divinidad, solo la han podido lograr
los enamorados del Señor Jesús, es decir, los santos. Estamos celebrando
los 500 años del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, una auténtica
enamorada de la humanidad de Jesucristo, que entendió perfectamente que
esa humanidad temblorosa que se nos muestra en el pesebre de Belén, es
la puerta para penetrar en el misterio trinitario.
¡Os deseo una feliz y santa Pascua de Navidad, y un próspero Año Nuevo!
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián